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sábado, 10 de septiembre de 2011

La historia de Alamiro Robles


-Mi memoria no es tan buena como antes.Pero voy a tratar de recordar los hechos que me pasaron en el velorio de Juan Montes.Le juro, Padre, que no creía en estas cosas, no creía.
Esa noche, él estaba muy mal; apenas podía hablar.Susurraba palabras raras, de personas que estaban en la habitación.Yo pensé que era los espejismos de la muerte venidera.
De pronto, un hedor inundó la habitación, Juan se asustó y gesticuló que ya estaban aquí y venían por él.
Entró una mujer de ropas negras, con mirada inquisitiva, llevaba en las manos un cirio negro y unas monedas, que brillaban a la luz tenue y violeta de la vela oscura.Los gatos que escuchaba hacia rato a lo lejos, se sintieron más cerca y más exitados.Juan, la miró y esbozó una leve sonrisa, casi suplicante.Ella, se le acercó y le susurró algo al oído.Juan, cerró los ojos, exhalando un suspiro.
Pensé que había muerto e intenté acercarme, más ella no me lo permitió.Con un ademán, me ordenó quedarme a un costado de la cama y me pasó una de aquellas monedas.

-Sostenla -dijo-.Pase lo que pase no la pierdas.No rompas el círculo.

A esas alturas, los criados, habían invadido el dormitorio, con extraños objetos, en forma de triángulos y estrellas invertidas y otros mengunjes.Dispusieron cerca del suelo una vasija ancha, con asas gruesas y deformes, que noté contenía semillas de girasol, apio y centeno, entre otras. Unas flores que me parecieron de estramonio, junto a una extraña raíz en forma de niño; olían extraño, a animales muertos y flores rancias…

Serían un cuarto para las doce la noche, cuándo unos hombres entraron un ataúd de madera color caoba.Pusieron dentro a Juan, con gran esmero y se llevaron la cama.
Bajo el ataúd, un lavatorio de aluminio brillante lleno de agua, frente a él, un espejo de dos metros, con un sendo marco de madera victoriano, grabado con querubines y detrás una sábana absolutamente blanca, colgada a lo ancho de la pared.Todo lo necesario para un velorio.

Aquí, Alamiro, hizo una pausa y buscó la cara del cura.Sus ojos estaban clavados en un crucifijo que tenía en las manos; se mordía los labios, pensativo.Levantó la vista y le animó a continuar sus historia.

Alamiro, sorbió un poco del café, que ya estaba frío, revolvió las brasas candentes del brasero, se acomodó en su banca y prosiguió:

-Todo me llevó a pensar que le querían enterrar vivo.Pero el miedo, me impedía a hacer algo.En pocos minutos, el cuarto quedó de luto, solo que en vez de flores frescas, estaban las mustias; en vez de rezadoras, estaba ella con todos sus implementos y nosotros, que seguíamos al pie de la letra sus mandatos.
Justo a las doce, el ambiente se puso tenso.Ella,se puso un velo negro sobre la cara y como una plañidera, comenzó a llorar por el supuesto fallecido.Los otros se habían puesto, cómo yo,a cada lado del cajón, alumbrado por el único cirio que había en la estancia.Escuché su voz, ordenando que pusiéramos las monedas en nuestras frentes,y que estuviéramos atentos.Uno de lo hombres,me amarró una cinta roja a la cintura, pasando por cada uno de los cinco que restaban,ya que éramos seis los que flanqueábamos el féretro.
Una voz, ronca, sucia, gutural, llamó a Juan.Nos miramos, al unísono, mientras un sudor frío corría por mi espalda.Ella, contestó:

-Pobre del muerto sin lágrimas…

Y siguió en su tétrico llanto, acompañado ahora de un rezo ininteligible.Nosotros seguíamos sosteniendo las monedas, amarrados por la cintura con aquella cinta, dejando el féretro, en el interior, como salvaguardándolo de alguna entidad que lo fuese a arrebatar en cualquier momento.
La voz ronca, llamó de nuevo a Juan y la mujer contestó:

-Pobre muerto sin sangre…

Y tomando un cuchillo afilado de punta curva, se profirió un corte profundo en  su brazo derecho, dejando caer la sangre en el ataúd de Juan.
Sentí el olor de la sangre y el maullido de los gatos que llegaron en tropel a quedarse cerca del ataúd, en actitud vivgilante.Tenían  el cuerpo erizado, las pupilas dilatadas, y se enfrentaban a algo en la oscuridad de la habitación.
Lejos aullaban los perros de forma lastimera…
Un olor fétido invadió el cuarto; tan fuerte y nauseabundo era que intentamos taparnos las narices.Pero, ella, con un ¡Ey!, nos lo impidió.
No se como aquella voz se tornó mas gruesa y fue tomando forma de a poco.
Le vi como una leve sombra que se esparcía por la oscuridad, trepando por la pared, ávida, para terminar tomando la forma de un hombre, de dimensiones más grandes que un hombre normal.Su dentadura brillaba y no me faltó más luz para darme cuenta que tenía dientes de oro.Sus ojos eran rojos y lanzaba pequeñas chispas, que crepitaban en el piso de madera lustroso de la habitación.
Sin moverme, seguí sosteniendo la moneda en mi frente, mientras aquel hombre extraño se paseaba alrededor nuestro, buscando una entrada a través de la cinta roja.Un frío gélido inundo el espacio y el ataúd comenzó a moverse de forma espantosa.Un viento que no se por donde entraba, comenzó a azotarnos, pero la orden de ella, era más fuerte y no dejamos nuestros puestos, a pesar del gran dolor que sentía en mi cuerpo y sentían los demás seguramente.

Por tercera vez la voz, que ahora provenía de aquel espectro, salido del infierno, llamó a Juan.
La mujer contestó:

-Pobre del hombre sin alma…

Un grito espeluznante, de furia contenida, un hedor pestilente y un reguero de criaturas demoníacas que provenían de todos sitios, intentaron por todos los medios matarnos.Pero, ella había levantado su velo y dejó ver sus rostro cambiado por una fuerza inexplicable.Con los ojos ensangrentados, su boca llena de afilados colmillos, ella se abalanzó sobre el ataúd y con un gesto que no entendí, clavó la daga en su pecho, abriéndose de cuajo.
El hombre extraño, la levanto a unos metros del piso y ella insinuándosele, le alargó su lengua bífida, y tuvieron el más espeluznante y excitante sexo, que jamás haya visto.
Fue poseída por él, y por las cuantiosas criaturas que rondaban en el dormitorio, lanzando sus gritos de ultratumba.
Se escuchaban aun los rezos ininteligibles y poco a poco, el hedor, el frío y los engendros fueron desapareciendo, dejando una estela blanquecina, con olor a vela derretida.
Al clarear el día, la cinta roja tenía un aspecto viejo.Al moverme se deshizo como si fuera de ceniza.
Ya no estaba ella, solo quedábamos nosotros.Poco a poco nos movimos y yo me acerqué al ataúd, tembloroso y lo abrí. Vi que  Juan, abría los ojos y se incorporaba lentamente, diciendo con alegría:

-Alamiro, amigo.Sabia que no me fallarías.Ni ustedes tampoco. ¿Dónde se encuentra Zina?

Miramos alrededor, buscando en la claridad que comenzaba a dejar atrás la horrenda noche, pero aquella mujer no se encontraba.
Juan Montes, salió en dirección al comedor, ubicado en sentido contrario al dormitorio y le seguimos, callados y a paso lento.
Allí, en la mesa de roble, sentada sobre ella, se encontraba Zina.Al verle, exclamó, airada:

-Juan, ¡me debes una grande, maldito hijo de puta! Si tuvieras alma, te la arrancaría con los dientes

-Querida mía, lo que pidas, lo que pidas…Jamás podría negarte nada.

Zina se dirigió a la puerta, le lanzó un escueto beso y volviéndose le dijo:

-Pronto vendré a buscar lo mío.Sabrás de mí, cuando tu mujer valla a parir…

Y mirándolo por última vez, con una sonrisa y mirada maquiavélicas, lanzó al aire:

-¡Sin Dios, ni Santa María!-esfumándose en una espesa bruma adornada de una sarcástica carcajada…

Traté de averiguar de Juan, lo que había pasado, para que era tan importante que yo me hallara en su casa  a esa hora, ese día…pero, él no me respondió nada.
De esto hace ya tres meses.
Todos sería un mal recuerdo, un sueño horrible, pero, la voz aquella, el olor, la mirada de ésa mujer, me persiguen desde ese día.
No he podido dormir.Temo apagar las luces, cuando oscurece y se que usted me puede ayudar.Usted lucha contra estas cosas.Deme una ayuda, padre, ¡se lo suplico!


El cura, le miró estupefacto.Alamiro era un hombre cuerdo, que aunque no creía en dios y apariciones, era un hombre bueno, digno de contar entre sus amistades, pero aquello.Esa loca historia de un ritual de tamañas proporciones, de palabra redobladas dichas para espantar al demonio, obligándole a dejar al que había pactado con él…a cambio de llevarse a otro en su lugar, le intimidaba.
Como explicarle a aquel hombre lo que venía.
Tras una pausa, le preguntó:

-Alamiro, cuándo estuviste en la casa de Juan Montes, ¿olvidaste algo personal, una prenda de ropa, quizá?

La expresión de horror del hombre rudo, trabajador, que no le temía a nada, desfiguró su rostro.
Se levantó de la mesa, volteando las tazas rompiéndolas en pedazos y temblando como un niño asustado balbuceó, jadeante dos palabras:

-Mi bufanda…

El sacerdote, con mirada triste y desesperanzada, le alargó las manos en señal de bendición.
Alamiro salió corriendo de la pequeña capilla.
La noche oscura se le presentó como un manto que le caía encima lleno de sanguijuelas y criaturas extrañas.
Escuchó una respiración, un batir de numerosas alas y una voz ronca, gutural, que pronunció su nombre con un aliento asqueroso.
El pacto estaba por cumplirse: si no era Juan Montes, el que fuese llevado al infierno, sería la víctima que él había elegido para representarle.
Ahora comprendía todo: la insistencia de Juan, por que él se presentase en su casa ese día.La insistencia por que le firmara tantos papeles, que no entendía.
No alcanzó a pensar en nada más.
Un grito sordo sobresaltó al clérigo.
Al salir, el cuerpo de Alamiro, colgaba de la rama mas alta del frondoso sauce, balanceándose suavemente, colgado del cuello, los ojos desencajados, la lengua azul y afuera de su boca…
Mientras en el cielo oscuro de la noche, una voz ronca, gutural, llamaba a Alamiro Robles mientras se escuchaba el batir de interminables alas.

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