-Mi memoria no es
tan buena como antes.Pero voy a tratar de recordar los hechos que me pasaron en
el velorio de Juan Montes.Le juro, Padre, que no creía en estas cosas, no
creía.
Esa noche, él estaba
muy mal; apenas podía hablar.Susurraba palabras raras, de personas que estaban
en la habitación.Yo pensé que era los espejismos de la muerte venidera.
De pronto, un hedor
inundó la habitación, Juan se asustó y gesticuló que ya estaban aquí y venían
por él.
Entró una mujer de
ropas negras, con mirada inquisitiva, llevaba en las manos un cirio negro y
unas monedas, que brillaban a la luz tenue y violeta de la vela oscura.Los
gatos que escuchaba hacia rato a lo lejos, se sintieron más cerca y más
exitados.Juan, la miró y esbozó una leve sonrisa, casi suplicante.Ella, se le
acercó y le susurró algo al oído.Juan, cerró los ojos, exhalando un suspiro.
Pensé que había
muerto e intenté acercarme, más ella no me lo permitió.Con un ademán, me ordenó
quedarme a un costado de la cama y me pasó una de aquellas monedas.
-Sostenla
-dijo-.Pase lo que pase no la pierdas.No rompas el círculo.
A esas alturas, los
criados, habían invadido el dormitorio, con extraños objetos, en forma de
triángulos y estrellas invertidas y otros mengunjes.Dispusieron cerca del suelo
una vasija ancha, con asas gruesas y deformes, que noté contenía semillas de
girasol, apio y centeno, entre otras. Unas flores que me parecieron de estramonio,
junto a una extraña raíz en forma de niño; olían extraño, a animales muertos y
flores rancias…
Serían un cuarto
para las doce la noche, cuándo unos hombres entraron un ataúd de madera color
caoba.Pusieron dentro a Juan, con gran esmero y se llevaron la cama.
Bajo el ataúd, un
lavatorio de aluminio brillante lleno de agua, frente a él, un espejo de dos
metros, con un sendo marco de madera victoriano, grabado con querubines y
detrás una sábana absolutamente blanca, colgada a lo ancho de la pared.Todo lo
necesario para un velorio.
Aquí, Alamiro, hizo
una pausa y buscó la cara del cura.Sus ojos estaban clavados en un crucifijo
que tenía en las manos; se mordía los labios, pensativo.Levantó la vista y le
animó a continuar sus historia.
Alamiro, sorbió un
poco del café, que ya estaba frío, revolvió las brasas candentes del brasero,
se acomodó en su banca y prosiguió:
-Todo me llevó a
pensar que le querían enterrar vivo.Pero el miedo, me impedía a hacer algo.En
pocos minutos, el cuarto quedó de luto, solo que en vez de flores frescas,
estaban las mustias; en vez de rezadoras, estaba ella con todos sus implementos
y nosotros, que seguíamos al pie de la letra sus mandatos.
Justo a las doce, el
ambiente se puso tenso.Ella,se puso un velo negro sobre la cara y como una plañidera,
comenzó a llorar por el supuesto fallecido.Los otros se habían puesto, cómo
yo,a cada lado del cajón, alumbrado por el único cirio que había en la
estancia.Escuché su voz, ordenando que pusiéramos las monedas en nuestras
frentes,y que estuviéramos atentos.Uno de lo hombres,me amarró una cinta roja a
la cintura, pasando por cada uno de los cinco que restaban,ya que éramos seis
los que flanqueábamos el féretro.
Una voz, ronca,
sucia, gutural, llamó a Juan.Nos miramos, al unísono, mientras un sudor frío
corría por mi espalda.Ella, contestó:
-Pobre del muerto
sin lágrimas…
Y siguió en su
tétrico llanto, acompañado ahora de un rezo ininteligible.Nosotros seguíamos
sosteniendo las monedas, amarrados por la cintura con aquella cinta, dejando el
féretro, en el interior, como salvaguardándolo de alguna entidad que lo fuese a
arrebatar en cualquier momento.
La voz ronca, llamó
de nuevo a Juan y la mujer contestó:
-Pobre muerto sin
sangre…
Y tomando un cuchillo
afilado de punta curva, se profirió un corte profundo en su brazo derecho, dejando caer la sangre en el
ataúd de Juan.
Sentí el olor de la
sangre y el maullido de los gatos que llegaron en tropel a quedarse cerca del ataúd,
en actitud vivgilante.Tenían el cuerpo erizado,
las pupilas dilatadas, y se enfrentaban a algo en la oscuridad de la
habitación.
Lejos aullaban los
perros de forma lastimera…
Un olor fétido
invadió el cuarto; tan fuerte y nauseabundo era que intentamos taparnos las
narices.Pero, ella, con un ¡Ey!, nos lo impidió.
No se como aquella
voz se tornó mas gruesa y fue tomando forma de a poco.
Le vi como una leve
sombra que se esparcía por la oscuridad, trepando por la pared, ávida, para
terminar tomando la forma de un hombre, de dimensiones más grandes que un
hombre normal.Su dentadura brillaba y no me faltó más luz para darme cuenta que
tenía dientes de oro.Sus ojos eran rojos y lanzaba pequeñas chispas, que
crepitaban en el piso de madera lustroso de la habitación.
Sin moverme, seguí
sosteniendo la moneda en mi frente, mientras aquel hombre extraño se paseaba
alrededor nuestro, buscando una entrada a través de la cinta roja.Un frío
gélido inundo el espacio y el ataúd comenzó a moverse de forma espantosa.Un
viento que no se por donde entraba, comenzó a azotarnos, pero la orden de ella,
era más fuerte y no dejamos nuestros puestos, a pesar del gran dolor que sentía
en mi cuerpo y sentían los demás seguramente.
Por tercera vez la
voz, que ahora provenía de aquel espectro, salido del infierno, llamó a Juan.
La mujer contestó:
-Pobre del hombre
sin alma…
Un grito espeluznante,
de furia contenida, un hedor pestilente y un reguero de criaturas demoníacas
que provenían de todos sitios, intentaron por todos los medios matarnos.Pero,
ella había levantado su velo y dejó ver sus rostro cambiado por una fuerza
inexplicable.Con los ojos ensangrentados, su boca llena de afilados colmillos,
ella se abalanzó sobre el ataúd y con un gesto que no entendí, clavó la daga en
su pecho, abriéndose de cuajo.
El hombre extraño,
la levanto a unos metros del piso y ella insinuándosele, le alargó su lengua
bífida, y tuvieron el más espeluznante y excitante sexo, que jamás haya visto.
Fue poseída por él,
y por las cuantiosas criaturas que rondaban en el dormitorio, lanzando sus
gritos de ultratumba.
Se escuchaban aun
los rezos ininteligibles y poco a poco, el hedor, el frío y los engendros
fueron desapareciendo, dejando una estela blanquecina, con olor a vela
derretida.
Al clarear el día,
la cinta roja tenía un aspecto viejo.Al moverme se deshizo como si fuera de
ceniza.
Ya no estaba ella,
solo quedábamos nosotros.Poco a poco nos movimos y yo me acerqué al ataúd,
tembloroso y lo abrí. Vi que Juan, abría
los ojos y se incorporaba lentamente, diciendo con alegría:
-Alamiro,
amigo.Sabia que no me fallarías.Ni ustedes tampoco. ¿Dónde se encuentra Zina?
Miramos alrededor,
buscando en la claridad que comenzaba a dejar atrás la horrenda noche, pero
aquella mujer no se encontraba.
Juan Montes, salió
en dirección al comedor, ubicado en sentido contrario al dormitorio y le
seguimos, callados y a paso lento.
Allí, en la mesa de roble,
sentada sobre ella, se encontraba Zina.Al verle, exclamó, airada:
-Juan, ¡me debes una
grande, maldito hijo de puta! Si tuvieras alma, te la arrancaría con los
dientes
-Querida mía, lo que
pidas, lo que pidas…Jamás podría negarte nada.
Zina se dirigió a la
puerta, le lanzó un escueto beso y volviéndose le dijo:
-Pronto vendré a
buscar lo mío.Sabrás de mí, cuando tu mujer valla a parir…
Y mirándolo por
última vez, con una sonrisa y mirada maquiavélicas, lanzó al aire:
-¡Sin Dios, ni Santa
María!-esfumándose en una espesa bruma adornada de una sarcástica carcajada…
Traté de averiguar
de Juan, lo que había pasado, para que era tan importante que yo me hallara en
su casa a esa hora, ese día…pero, él no
me respondió nada.
De esto hace ya tres
meses.
Todos sería un mal
recuerdo, un sueño horrible, pero, la voz aquella, el olor, la mirada de ésa
mujer, me persiguen desde ese día.
No he podido
dormir.Temo apagar las luces, cuando oscurece y se que usted me puede
ayudar.Usted lucha contra estas cosas.Deme una ayuda, padre, ¡se lo suplico!
El cura, le miró
estupefacto.Alamiro era un hombre cuerdo, que aunque no creía en dios y
apariciones, era un hombre bueno, digno de contar entre sus amistades, pero
aquello.Esa loca historia de un ritual de tamañas proporciones, de palabra
redobladas dichas para espantar al demonio, obligándole a dejar al que había
pactado con él…a cambio de llevarse a otro en su lugar, le intimidaba.
Como explicarle a
aquel hombre lo que venía.
Tras una pausa, le
preguntó:
-Alamiro, cuándo estuviste
en la casa de Juan Montes, ¿olvidaste algo personal, una prenda de ropa, quizá?
La expresión de
horror del hombre rudo, trabajador, que no le temía a nada, desfiguró su
rostro.
Se levantó de la
mesa, volteando las tazas rompiéndolas en pedazos y temblando como un niño
asustado balbuceó, jadeante dos palabras:
-Mi bufanda…
El sacerdote, con
mirada triste y desesperanzada, le alargó las manos en señal de bendición.
Alamiro salió
corriendo de la pequeña capilla.
La noche oscura se
le presentó como un manto que le caía encima lleno de sanguijuelas y criaturas
extrañas.
Escuchó una
respiración, un batir de numerosas alas y una voz ronca, gutural, que pronunció
su nombre con un aliento asqueroso.
El pacto estaba por
cumplirse: si no era Juan Montes, el que fuese llevado al infierno, sería la
víctima que él había elegido para representarle.
Ahora comprendía
todo: la insistencia de Juan, por que él se presentase en su casa ese día.La
insistencia por que le firmara tantos papeles, que no entendía.
No alcanzó a pensar
en nada más.
Un grito sordo
sobresaltó al clérigo.
Al salir, el cuerpo
de Alamiro, colgaba de la rama mas alta del frondoso sauce, balanceándose
suavemente, colgado del cuello, los ojos desencajados, la lengua azul y afuera
de su boca…
Mientras en el cielo
oscuro de la noche, una voz ronca, gutural, llamaba a Alamiro Robles mientras
se escuchaba el batir de interminables alas.